Parshat Ki Tisá
La esclavitud de pensamiento
En esta sección de la Torá hay un quiebre. Un quiebre profundo.
Al comienzo sentimos aún el espíritu de renovación, de construcción, de compromiso con Dios, de participación del pueblo mancomunado en la creación y en el sostenimiento de la nueva estructura: un pueblo libre en el más pleno sentido de la palabra.
La corona de esta nueva realidad es el Shabat. Es más importante aún que el Tabernáculo: el Shabat asegura la igualdad de derechos y la libertad, es el símbolo de la creación y en él no hay ni ricos, ni pobres, ni amos, ni esclavos, ni dominadores, ni dominados. Es el pacto concluyente entre Dios y el Pueblo de Israel.
Y de pronto el quiebre.
El pueblo vio que Moshé tardaba en descender del monte, se reunieron ante Ahraón y le dijeron “ve y haznos dioses que nos dirijan pues este hombre Moshé, que nos sacó de Egipto, no sabemos qué se hizo de él” (Éxodo 32:1)
Aharón les pidió que le trajeran oro y con él hizo una estatua de fundición de un becerro. El famoso becerro de oro.
Lo adoraron. No al oro. No es ese el problema. No adoraron lo material, lo costoso. No, no es ese el problema.
Adoraron la estatua y la proclamaron el verdadero liberador: “¡Éste es tu dios, Israel, que te ha sacado de Egipto!” (ídem, vers. 4)
¿Cuál es el problema de esta adoración? La renuncia a la libertad, la libertad física y la libertad de pensamiento.
¿Por qué? Primeramente porque la adoración a Dios, en lugar de a los elementos naturales (animales, creaciones humanas, fuerzas de la naturaleza, vegetales) implica el reconocimiento de la instancia que está por encima de esa misma naturaleza. Implica una toma de conciencia de que todo lo del ámbito del Universo, conocido o desconocido, más débil o más potente, más ordenado o más caprichoso, está en un pie de igualdad: todos somos elementos creados. Estamos relacionados entre nosotros (los humanos con el resto de la naturaleza), pero no dependemos, en un nivel de dominación-dominado, el uno del otro.
Romper con esa conciencia implica someter nuestra libertad a un ente igual a nosotros, pero al que le concedemos el poder sobre nosotros.
En segundo lugar, ¡todos sabían que no fue ni el becerro, ni su estatua quien los sacó de Egipto! Pero inventaron una mentira colectiva que rápidamente fue aceptada y remedada como verdad consensual. Perdieron con ello la libertad de pensamiento, cediendo a aceptar como verdad lo que todos sabían que es una mentira.
Esta renuncia a la libertad, esta rendición a la esclavitud física y espiritual, comenzó unas semanas antes. Los israelitas renunciaron a esta libertad en el mismo momento en que la adquirieron, durante la revelación divina en el Monte Sinaí. En una situación única, en la que todos pudieron sentir la presencia de Dios como lo hacen los profetas, en la que todos y cada uno tuvieron una vivencia directa de lo divino y, en consecuencia, de esa plena libertad, en ese mismo momento renunciaron a ella. Cuando Dios les decía “Yo soy el Señor, vuestro Dios, que los he sacado de la tierra de Egipto, de la casa de esclavitud. No tendrás otros dioses ante Mí” (Éxodo 20:2-3), los israelitas renunciaron a esta relación directa con Dios exclamando ante Moshé: “¡Habla tú con nosotros para que comprendamos, pero que no hable con nosotros Dios!” (ídem vers. 16).
Allí le entregaron a otro ser humano como ellos, el poder de ser el único intermediario… el único conocedor. Renunciaron al conocimiento. Renunciaron a su libertad de pensamiento. Renunciaron a ser responsables de su propia vida espiritual y hasta material, para ponerla en manos de otro. Votaron por la esclavitud.
En la segunda oportunidad, cuando Moshé los deja solos para recibir por escrito lo que ellos se negaron a comprender directamente de Dios, reafirmaron su renuncia a la libertad sometiéndose a los designios (inánimes, inexistentes, insubstanciales) de una estatua a la que le atribuyen una voluntad y un poder que ellos mismos saben que no tiene. Pero la mentira y el sometimiento seducen mucho más.
Aún hoy seguimos cayendo en esa esclavitud: renunciamos a nuestro juicio y buen tino para ser arrastrados por la opinión de otro, suponemos que pensamos libremente, pero repetimos sin análisis la idea de otro. Lo hacemos en política, en religión, en arte, en la calumnia, en las redes sociales, en el periódico, en la telerrealidad. Resignamos nuestra responsabilidad para que otro la tome por nosotros y haga con nosotros los que quiera, desdeñamos la verdad que conocemos a favor de la mentira compartida, porque nos tranquiliza momentáneamente.
El precio a esa renuncia de libertad es alto, pero nos tranquiliza momentáneamente.
Pero a pesar del quiebre, Dios sigue insistiendo en que nos hagamos cargo de nuestra libertad. Por ello insiste, si bien a través de Moshé (pues renunciamos al contacto directo), en mantener Su pacto con nosotros y espera de nosotros que tomemos el desafío.
Y seamos libres de espíritu y de pensamiento.
Rabino Iosef Kleiner
Profesor de Talmud y Coordinador A.J. Heschel en Israel
Seminario Rabínico Latinoamericano